sábado, 20 de junio de 2015

Actos, no palabras

Tiempos inciertos nos ha tocado vivir. Un nuevo cambio de rumbo, que no es más que un añadido de tinta al libro de la Historia, es lo que atravesamos estos años.
Algo parecido a lo que se dio aquella noche del 9 de Noviembre de 1989, cuando la caída de un muro cerraba un capítulo del que pocos podían sentirse orgullosos. Desde entonces fueron muchos los que empezaron a levantar sus propios muros, más bien sus paredes de pladur, detrás de los cuales hacían vida.
Hoy los cambios no son tan evidentes pero, quizás se deba a que también ha cambiado la forma de cambiar. Los regímenes se agotan, los ideales antiguos ya no importan a nadie, los que siempre estuvieron arriba no han caído, pero han perdido la atención de la mayoría. Se desconoce qué vendrá ahora, pero se apuesta por algo diferente, alejado de los arcaicos métodos que se utilizaban para lograr la confianza de las personas. 
Y, en medio del cambio, una persona que ha sido gran cómplice del mismo, inesperado por muchos, el actual Papa, Francisco.  La reacción del conservadurismo más latente y significativo. La iglesia es un organismo que se extiende como la niebla, de manera difuminada, por lo tanto siempre ha resultado complejo delimitar su campo de interferencia. Interviniendo en política, en derechos humanos y, claro está, en religión, donde era intocable, hasta que llegó él que desde el primer día comenzó a derribar las nuevas paredes de pladur levantadas por cardenales, obispos, sacerdotes y demás. No estaba entre los candidatos con más probabilidades a ser  elegido tras la caída de Benedicto XVI, él era un gran desconocido. Sin embargo, quiso alguien, o algo, que fuera él quien se pusiera al timón de un barco hasta entonces encallado. 
El olor a podredumbre no escapó al olfato de Francisco que, sin dudar un instante, destapó todas las atrocidades cometidas y escondidas durante años bajo el pretexto de la voluntad de Dios. Escandalizado de los actos que aún se encontraban a la orden del día, Francisco actuó como lo haría un padre abochornado por la conducta de su hijo. Al nuevo pontífice no le tembló la mano a la hora de hacer públicos los hechos. Como un padre avergonzado, Francisco tachó de intolerable el comportamiento de quienes habían usado lo más sagrado con interese propios bien económicos, bien sexuales o bien, simplemente, con intereses. La iglesia estaba para servir, no para ser servida y para enseñar esto Francisco tuvo que practicar con el ejemplo. Renunció a sus privilegios de santo padre, pues la humildad es la cuna del predicador. Ha llevado a cabo encuentros con líderes de otras religiones con el fin, no de imponer, sino de mostrar respeto por los que consideran que la verdad está en otro sitio. Incluso ha publicado una encíclica en la que insta a cuidar y respetar el planeta como al ser vivo que es.
En sus actos está su credibilidad. Nunca un Papa había llegado tan lejos. Nunca nadie había mostrado al mundo en público que su privilegiado puesto era privilegiado porque le permitía servir a más necesitados. 
Francisco, con ejemplo y humildad, ha devuelto el sentido a la religión cristiana.

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