Un nuevo 15 de Septiembre vuelve a traer con él la más que
polémica costumbre de lancear a un toro hasta la muerte. Una función que
arrastra a cada vez más personas indignadas solicitando el cese de la misma por
la brutalidad que la caracteriza. Entre tanto, Tordesillas, año tras año va
ganando notoriedad en el mapa de España.
Así pues, una vez más encontramos: a un lado a los
habitantes del pueblo que asisten un año más a presenciar, o participar, en su fiesta particular. En el lado opuesto
se asientan los miembros de diferentes asociaciones y partidos animalistas que
hasta hoy, a pesar de sus protestas, no pueden sino seguir contemplando
incrédulos el acontecimiento. Entre ambos bandos, por supuesto, el toro, que
como un testaferro es el blanco de la diana. Y, desde la barrera, el alcalde y
los organizadores de la feria.
Pasan los años y aumenta la tensión, especialmente entre
tradicionalistas y animalistas. Los primeros exigen poder celebrar su fiesta ya
que están en su casa, y aseguran que el animal no sufre al hacerlo. Los
segundos demandan el final de una tradición propia del siglo XVII.
Ahora bien, saltando la afirmación realizada con absoluta
escasez de inteligencia de que “el toro no sufre” todavía hay quien respalda
este acto en que se trata de una tradición. De dar por válido este pretexto, se
pregunta un servidor, ¿por qué el ser humano ha optado por abolir las batallas
entre gladiadores? Es cierto que Las Ventas no es el Coliseo romano, pero yo
aseguro que, de mantenerse esa tradición nuestra plaza de toros se llenaría
todos los años, incluso habiendo que pagar para presenciarla. De modo que,
queridos participantes y espectadores de “El toro de la vega”, quizás deberían
plantearse el por qué se han abolido ciertas tradiciones a lo largo de la
historia y, cómo es posible que en plena edad contemporánea aún exista un
pueblo de Valladolid cuyos habitantes sigan anclados en una tradición
prehistórica por el simple hecho de que les produzca gracia o placer, como le
producía al César ver sangrar a un luchador en la arena.
Y ahora me repetirán lo que han dicho ya a los animalistas
que han estado intentando sabotear su diversión: “Esa es su casa y ustedes
pueden hacer allí lo que quieran”. Créanme cuando les digo, que si paso por
delante de un piso, pongamos un bajo, y veo por la ventana a un hombre
acuchillando a su mujer (o a la inversa) no me quedaría parado. Quizás llamase
a la policía, quizás incluso a su puerta, pero no pasaría de largo pensando que
ese señor, o señora, está en su casa y puede hacer lo que quiera en ella. Y
diré más, aún siendo como son no creo que ninguno de ustedes actuara de forma
diferente en la misma situación.
Seguramente sean ustedes habitantes suficientemente
despiertos para adivinar que se les acaba el tiempo. Quizás este haya sido el
último año que cumplen con su “tradición” y quizás también sean ustedes más que
capaces de girar la cabeza y observar como, mientras ustedes satisfacen su
entusiasmo asesinando a un animal indefenso, el alcalde de Tordesillas
satisface el suyo por partida doble, presenciando, de lejos, eso sí, el
asesinato injustificado de un animal y la batalla campal entre animalistas y
tordesillanos, con el añadido cómico que proporcionan estos últimos cada vez
que intentan justificar su injustificable tradición.
Por Jacob G.