lunes, 12 de enero de 2015

ES TRADICIÓN


Reconozcámoslo, la cultura española no tiene parangón. Somos dueños de variadas y pintorescas tradiciones que ni el tiempo, ni la razón, nos van a hacer cambiar. Desde los disfraces de chulapos hasta los chocolates con churros, pasando por la famosa siesta, tan “sagrada”, fundamentalmente en el sur. España es un país particular, no cabe duda.
Sin embargo, y a pesar de la incomprensión que suscita en mí la costumbre española de que, por San Isidro, las mujeres lleven flores en la cabeza, nada me avergüenza más de mi querida tierra que el hecho de llamar “tradición” a un espectáculo tan burdo como el aquí descrito.
Es tradición, cada domingo, izar la bandera de España en lo más alto de la mayor plaza de toros del mundo, Las Ventas. Porque el orgullo torero que desde hace años prevalece en nuestro país resulta inquebrantable. Es tradición que acudan las familias apurando así las últimas horas de su tiempo de recreo semanal, presenciando el espectáculo que se bate en la arena.
Padres, madres, jóvenes y no tan jóvenes se apostan a la sombra de la estatua de Antonio Mejías Jiménez esperando la apertura de la puerta grande. Los más afortunados contarán con amplios palcos para divisar la función.
Es tradición, toca la banda, aparece como un mártir un asesino enfundado en un traje de luces., zapatillas manoletinas negras, medias rosas y una montera, payasos con un mejor sentido de la estética han pisado la pista. Pero no es el león el que ruge, sino el público quien eufórico aplaude al homicida. Aparecen también banderilleros y, junto a ellos, los picadores a lomos de caballos ciegos.
El último en saltar a la pista es él, la víctima que causará las mofas de los demás presentes. Aparece empujado, desconcertado y asustado ante la atenta mirada de cientos de personas que abarrotan la monumental. Es tradición, el torero planta el capote haciendo correr al toro de un lado a otro del ruedo, levantando las ovaciones y los aplausos. Es tradición agotar al animal y, entonces hará su papel el banderillero que, con gran maestría, clavará las banderillas en la espalda del animal y, tras ello, saldrá corriendo para ponerse a salvo. Será de extrema necesidad repetir la escena una vez más. Entre tanto continuarán los capotazos cansando y distrayendo al que, no olvidemos, es el principal enemigo, la amenaza de la nación. Poco después hará entrada el picador, como es tradición, que desde lo alto de su ignorante caballo, clavará con fervor la pica allá donde antes estaban las banderillas y, tras ello, se retirará entre elogios. Ya falta poco, el toro se desangra en la arena consumido, solo una docena de capotazos más y habrá llegado su hora. El torero es aclamado una y otra vez y muestra orgulloso cada hazaña para conseguir un mayor respaldo de sus fieles seguidores. Toma la espada, enfila al animal y, como es tradición, tras un nuevo capotazo atraviesa a la bestia en el que es el segundo de mayor expectación en la plaza. Saltan nuevos toreros a la arena y marean al toro con múltiples capotazos hasta que este, ya muerto desde antes de salir al ruedo, cae sin vida entre aplausos. Las Ventas es una fiesta de sangre. ¿Acaso alguien esperaba que ganara el toro? El torero sale a hombros por la puerta grande como un héroe y el animal ha pasado los últimos minutos de su vida en terrible agonía, como es tradición.

Me pregunto yo, desde mi ignorancia, qué pasaría si le hiciesen lo mismo a un hombre o a una mujer, es decir, si igualásemos la lucha en la pista. Me pregunto por qué tenemos que sacar de sus tradiciones a un ser vivo para meterle en las nuestras, tan bárbaras e irracionales. Pero no seré yo quien se atreva a cuestionar las costumbres de mi estimado país. Pues capaces son, dada su naturaleza, de ponerme desnudo delante del torero armado bajo la atenta mirada de cientos de personas en Las Ventas... y llamarlo “tradición”.