Reconozcámoslo, la cultura española no tiene
parangón. Somos dueños de variadas y pintorescas tradiciones que ni el tiempo,
ni la razón, nos van a hacer cambiar. Desde los disfraces de chulapos hasta los
chocolates con churros, pasando por la famosa siesta, tan “sagrada”,
fundamentalmente en el sur. España es un país particular, no cabe duda.
Sin embargo, y a pesar de la incomprensión que
suscita en mí la costumbre española de que, por San Isidro, las mujeres lleven
flores en la cabeza, nada me avergüenza más de mi querida tierra que el hecho
de llamar “tradición” a un espectáculo tan burdo como el aquí descrito.
Es tradición, cada domingo, izar la bandera de
España en lo más alto de la mayor plaza de toros del mundo, Las Ventas. Porque
el orgullo torero que desde hace años prevalece en nuestro país resulta
inquebrantable. Es tradición que acudan las familias apurando así las últimas
horas de su tiempo de recreo semanal, presenciando el espectáculo que se bate
en la arena.
Padres, madres, jóvenes y no tan jóvenes se
apostan a la sombra de la estatua de Antonio Mejías Jiménez esperando la
apertura de la puerta grande. Los más afortunados contarán con amplios palcos
para divisar la función.
Es tradición, toca la banda, aparece como un
mártir un asesino enfundado en un traje de luces., zapatillas manoletinas
negras, medias rosas y una montera, payasos con un mejor sentido de la estética
han pisado la pista. Pero no es el león el que ruge, sino el público quien
eufórico aplaude al homicida. Aparecen también banderilleros y, junto a ellos,
los picadores a lomos de caballos ciegos.
El último en saltar a la pista es él, la
víctima que causará las mofas de los demás presentes. Aparece empujado,
desconcertado y asustado ante la atenta mirada de cientos de personas que
abarrotan la monumental. Es tradición, el torero planta el capote haciendo
correr al toro de un lado a otro del ruedo, levantando las ovaciones y los
aplausos. Es tradición agotar al animal y, entonces hará su papel el
banderillero que, con gran maestría, clavará las banderillas en la espalda del
animal y, tras ello, saldrá corriendo para ponerse a salvo. Será de extrema
necesidad repetir la escena una vez más. Entre tanto continuarán los capotazos
cansando y distrayendo al que, no olvidemos, es el principal enemigo, la
amenaza de la nación. Poco después hará entrada el picador, como es tradición,
que desde lo alto de su ignorante caballo, clavará con fervor la pica allá
donde antes estaban las banderillas y, tras ello, se retirará entre elogios. Ya
falta poco, el toro se desangra en la arena consumido, solo una docena de
capotazos más y habrá llegado su hora. El torero es aclamado una y otra vez y
muestra orgulloso cada hazaña para conseguir un mayor respaldo de sus fieles
seguidores. Toma la espada, enfila al animal y, como es tradición, tras un
nuevo capotazo atraviesa a la bestia en el que es el segundo de mayor
expectación en la plaza. Saltan nuevos toreros a la arena y marean al toro con
múltiples capotazos hasta que este, ya muerto desde antes de salir al ruedo,
cae sin vida entre aplausos. Las Ventas es una fiesta de sangre. ¿Acaso alguien
esperaba que ganara el toro? El torero sale a hombros por la puerta grande como
un héroe y el animal ha pasado los últimos minutos de su vida en terrible
agonía, como es tradición.
Me pregunto yo, desde mi ignorancia, qué
pasaría si le hiciesen lo mismo a un hombre o a una mujer, es decir, si
igualásemos la lucha en la pista. Me pregunto por qué tenemos que sacar de sus
tradiciones a un ser vivo para meterle en las nuestras, tan bárbaras e
irracionales. Pero no seré yo quien se atreva a cuestionar las costumbres de mi
estimado país. Pues capaces son, dada su naturaleza, de ponerme desnudo delante
del torero armado bajo la atenta mirada de cientos de personas en Las Ventas...
y llamarlo “tradición”.